
Galopa sus días, el príncipe niño mapuche. Su mirada se proyecta hacia la cordillera. Sabe que será suya: redoblará las fuerzas de sus piernas en las laderas escabrosas, extenderá los brazos en la cima casi inalcanzable y allí, coronado, extenderá la agudeza de sus ojos.
Vuela como el halcón veloz que es su sustancia.
Galopa ahora por los caminos de tierra y polvareda , desnuda sus rabias de muchacho rebelde, grita los anhelos descontrolados del que vuela tan alto. Su propia sombra le desdibuja los colores del plumaje que lleva dentro. Y debe volver a buscarse en aves, en soles, en ríos, en verdes descollantes de una eterna primavera…
En el galope, ya no tocan las piedrecillas los cascos de su montado y prueba los caminos infinitos que va encontrando en el territorio extendido de su hábitat cambiante. Los recorre con las chispas del corazón apresurado. La aventura lo hechiza sin frenos…
Si embargo, todavía advierte a la vera del camino amarillo, la presencia gigante de la portadora de semillas. Aún desciende del caballo y blande la mano flaca que lo sostiene y que lo suelta.
Escapan juntos a la pradera, la caminan, llegan a la ribera, se recuestan en la arena y con ojos de fauna pero también de inventores, se apoderan de cada nube, enrojecen con las salpicaduras de Poniente y al fin encuentran su universo en la infinitud de los astros que adornan sus cabezas.
El príncipe se vuelve a gestar.
La portadora lleva consigo una preñez permanente –que alimenta y prepara para el alumbramiento-.
La preñez de gestar juntos, maravillas inimaginadas…
No ser ya hombres… ni niño, ni madre…
Sólo Vivos e Inmortales.
¡Y que vuele el halcón y tiemblen los cielos!