
Hierve la leche sobre el anafe. Contiene sustancias de crecimiento, vitaminas de intelecto; es jugo de madres.
Se derrama. Miles de niños hambrientos esperan.
Ojos ciegos sólo ven el poder del fuego –no el de la leche-. Y atizan, y atizan, ¡ y atizan!
La espuma nutriente va desapareciendo, se achica hasta que sólo queda de ella, una cáscara resquebrajada en un fondo negro, irremediablemente quemado.
Tan blanca la leche, tan vigoroso el fuego, tan resistente el recipiente, tan sólido el anafe…
Perverso destructivo, el atizador. Faltas, ausencias, carencias, negaciones, falencias, simulacros…
Tan ávidas las párvulas entrañas.
Duele la panza, Sí, pero…
Hiere sin retorno, la repetida circunstancia de poquedad en los sesos.
Tanta leche blanca y sin embargo: otra vez las cáscaras.
Y nada.