miércoles, 27 de agosto de 2008

Viaje



La llovizna urbana ya había humedecido el asfalto, las veredas y los techos del barrio porteño, en medio de una atmósfera de llorosa mañana, despedida de estío.
Sin prisa, caminaba Rosa hacia su casa; anciana de nobles sentimientos, como un calco sin modificaciones de las abuelitas de los cuentos infantiles.
También había llovizna en su alma templada. Un mojado velo que la impregnaba por dentro le causaba una sensación indefinible aunque no inesperada, una mezcla policroma de tantas experiencias, de tanta vida, de haber visto y hecho mucho y esto hacía que sintiera como que una corona de transparentes gotas se ajustara a sus sienes y la concibiese tan fuerte, tan llena, tan feliz.
Llegó a la casa, mudó de ropa y, ¡qué extraño! La sensación aquella de agua y vida continuaba vibrando en lo más íntimo de su ser.
Los bolsos y cajas más pesados, los traería Joel, su nieto del corazón con quien compartía la pasión por el fútbol y el fanatismo hacia River Plate.
Su alma se volvía flor de sólo pensar en él.
Comprobaba a cada instante la invasión de una cálida ráfaga de bienestar que se entremezclaba inexplicablemente con una ansiedad que la escarbaba sin cesar.
Los mates amargos con hojas de cedrón que había comenzado a tomar saciaron su boca seca mas no le sirvieron como remedio a esas ganas de ocupar sus manos en algo más, de hacer aquello que tanto necesitaba. ¿Lo que tanto necesitaba? ¿Qué? ¡¿Qué?!
En tal mar de dulce inquietud se encontraba cuando abrió las dos hojas al mismo tiempo de la ventana que daba al pequeño patio trasero y, al hacerlo, como si hubiese horadado un túnel invisible en el aire, una brisa fresca le pegó en la cara y le regaló, sin retaceos, un llamado que no oía, un mensaje que no se leía, un aroma que sólo su olfato y su esencia provinciana le permitieron entender, para verse entonces convertida en torbellino: ¡el olor de la tierra mojada!

-¡Las semillas!- gritó.

Y todo comenzó a desarrollarse en una secuencia casi enloquecida y casi ritual al mismo tiempo.
Correr hacia la mesita con espejo del hall, arrebatar uno de los bolsos pequeños que había traído consigo, revolverlo sin contemplaciones de orden y palpar con plena satisfacción, la bolsita de plástico que contenía el tesoro: las semillas de mamón.


Mientras había estado en casa de Quelo, su hermano, en aquella casa que perteneciera a sus padres, había ejecutado junto a su cuñada, la ceremonia culinaria del dulce de mamón. Después de horas y horas de hervor hasta llegar al punto justo, lo habían dejado enfriar y degustado en deliciosa mesa bajo el parral generoso que dejaba huecos entre sus hojas para ver las estrellas.
Pero ella no había olvidado su principal misión en aquel viaje. Había apartado las semillas que junto con las cáscaras habían extraído de los frutos y las desparramó sobre un trozo de género dejándolas secar al sol.


Ahora volvía a mojarse bajo la llovizna y se daba cuenta de que esas humedades, la de las calles y las veredas, la de las nubes, la de la tierra, la suya propia, eran las responsables de la paradójica sensación que la invadía: más allá del regreso, más allá de su casa, más allá de los mates, más allá de Joel, más allá de sus años…Era TODO eso junto.
Las semillas fueron a parar a donde tanto se las esperaba. La llovizna fue bautismo y la aparición de un tallo semanas después fue la maravillosa, fecunda fotografía que en el patio se exponía para el deleite.
En días subsiguientes, el tallo cobró centímetros y comenzó a salpicarse de hojitas tan particulares con sus clásicas puntas, casi estrellas.
La observación por parte de Rosa era casi metódica y sus cuidados también. Sentada frente a la planta –ya no tenía que agachar la cabeza- cebaba sus mates y contemplaba con placer.
Tanto reverdecían sus ojos que una siesta soleada de primavera, le pareció ver que una de las hojas tomaba, frente a su presencia, un tamaño inusitado. No le pareció extraño, no sintió temor, no experimentó asombro alguno…
Extasiada, fue encontrando en toda la dimensión de aquella hoja, (ya tan grande como la pantalla de un televisor) escenas fascinantes de su propia historia que corrían como en una cinta sin detenerse: el reloj con péndulo, los retratos de los abuelos, el parral de uvas negras y blancas en el patio de piso de ladrillos, la canilla y la planta de granadas junto a la enorme pileta de lavar, el loro en su aro llamando a cada uno de los integrantes de la familia, la mesa larga en el galpón de piso de tierra, bullicio, carcajadas, vino, empanadas, asado, fideos caseros, pastelitos… Los paseos en la ribera hasta el Carrizal, los baños en el río junto a todos los sobrinos, aquellos que tanto la amaron por ser ella la tía soltera, la que a todos atendía y entendía…El viaje, el nuevo trabajo junto a una familia generosa, el olor nuevo de la gran ciudad, los regresos, los reencuentros, las distancias, las partidas, incontables alegrías… Qué más?

La hoja gigante fue abandonando su forma original y se alargó tanto que se hizo camino, un camino que sin escalones, ascendía.
Y Rosa no lo dudó; se zambulló en él y no necesitó caminar, se deslizó con una paz infinita. ¿De qué otra manera viajaría Rosa hacia aquel luminoso espacio que se abría a su persona cual si fueran los brazos de sus adorados padres?


Joel llegó a la casa, atravesó la sala y el pasillo, directamente hacia el patio.
Rosa, frente a la planta, había cerrado los ojos y una sonrisa le embellecía celestialmente el rostro.
El sol se había ocultado y comenzaba una tenue llovizna.

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